La vida se reinicia con copiar y pegar - Capítulo 196
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- Capítulo 196 - El Cielo Nocturno
Al abrir los ojos, un campo de batalla aterrador se extendía ante ella. Una flecha, impregnada de una energía siniestra, se dirigía velozmente hacia su rostro. Se quedó congelada, como si sus pies estuvieran clavados al suelo. Si no se movía, la flecha se incrustaría en su ojo.
—¡Santa!
Un viejo caballero se interpuso, blandiendo su arma para desviar la flecha. Sin vacilar, lanzó un corte amplio con su espada cargada de aura. La energía surcó el aire, cercenando la cabeza del arquero no-muerto que la había disparado.
Reconoció de inmediato aquella espalda.
—Sir Polman… —susurró.
—¡Santa! ¡Recupérese! ¡Estamos en el campo de batalla!
La voz firme de Sir Polman sacó a Siwelin de su aturdimiento.
Así es. No era momento para quedarse inmóvil.
Estaban en medio de una guerra desesperada contra el Ejército Inmortal, que había arrasado las tierras de todos los reinos y pueblos. Los fanáticos del dios de la luna estaban a sus puertas, amenazando con tomar su último santuario. Si este lugar caía, su mundo estaría condenado.
—Estoy bien ahora —dijo, apartando con suavidad la mano que la sostenía y poniéndose de pie por sí misma.
No podía permitirse permanecer aturdida por más tiempo, así que su mirada aguda recorrió el campo de batalla. Luego, comenzó a murmurar en voz baja.
No pasó mucho antes de que una luz brillante estallara y un velo radiante envolviera todo el campo de batalla.
—¡Yay, ganamos!
—¡Wooooaaah!
La batalla terminó con una victoria rotunda. El Ejército Inmortal, que se había abalanzado contra el santuario, se derrumbó impotente bajo el ritual de purificación de Siwelin. Aquellos que lograron escapar del ritual no resistieron los ataques implacables de los caballeros y cayeron uno tras otro hasta que no quedó ninguno.
Tras la batalla, comenzaron de inmediato los esfuerzos de recuperación. A pesar del agotamiento, los soldados y la gente no podían borrar las sonrisas de sus rostros.
—Si no fuera por la Santa, ya estaríamos acabados desde hace mucho.
—He escuchado que gracias a ella, el impulso del enemigo se está debilitando.
—Además, ¿oíste que hay otros sobrevivientes por ahí?
Las conversaciones entre los trabajadores zumbaban de rumores esperanzadores, todas girando en torno a la posibilidad de un futuro mejor. Cooperar con otros sobrevivientes era clave para superar la catástrofe y restaurar la prosperidad de la humanidad.
En medio de esos murmullos esperanzadores, solo Siwelin fruncía el ceño.
Un malestar inexplicable le carcomía por dentro, como si llevara puesta ropa que no le quedaba. No podía identificar la causa, por más que lo intentaba.
—¿Se encuentra bien?
Un joven caballero escolta se acercó con preocupación en los ojos. Llevaba una armadura grabada con el símbolo del sol.
—Ah… estoy bien —respondió Siwelin, alisando su ceño fruncido y esbozando una suave sonrisa.
Si no lograba averiguar qué estaba mal, probablemente no era importante. Quizás ese malestar no era más que fatiga acumulada. Su sonrisa provocó un leve rubor en el rostro del caballero. Juntos caminaron por los terrenos, inspeccionando los esfuerzos de recuperación.
Para cuando regresaron al santuario, el sol ya se había puesto.
—U-um… S-Santa, q-quería decirle algo —balbuceó el caballero, nervioso.
Intrigada, Siwelin se volvió hacia él, solo para escuchar algo totalmente inesperado. Sus ojos se abrieron al escuchar su confesión de amor.
Las enseñanzas de Laoha, quien adoraba al Dios del Sol, no prohibían el matrimonio ni el romance. De hecho, se consideraban parte del orden divino e incluso se alentaban. Su sociedad era inusualmente abierta en ese aspecto.
—Lo siento —respondió Siwelin con una sonrisa agridulce, rechazándolo con suavidad.
El rostro del caballero se ensombreció, la decepción claramente dibujada en su expresión. Aun así, reunió el valor para preguntar:
—¿Acaso… tiene a alguien más en su corazón?
—No, no es eso… —respondió.
Amaba a todos en el santuario como si fueran su familia, pero ninguno había logrado tocar su corazón de forma romántica. Lo extraño era lo decisiva que había sido al rechazarlo. Normalmente, habría pedido tiempo para pensarlo.
Supongo que ahora mismo simplemente no me interesa ese tipo de cosas.
Al menos, le pareció razonable.
Después de un silencio incómodo, finalmente regresaron al santuario. Se despidió del caballero y se dirigió a sus aposentos.
Esa noche, después del baño, su doncella le cepillaba el cabello. Era Sue, su amiga de la infancia y confidente. Cuando Siwelin le contó lo sucedido, Sue casi brincó de su asiento.
—¿Rechazaste la confesión de Sir Leon por un presentimiento vago? ¿¡Hablas en serio!? —preguntó.
—Eh, sí, ¿y qué?
—¡Ay, Santa! ¿Tiene idea de lo popular que es Sir Leon entre los caballeros del santuario? ¡Si eres una mujer joven, deberías aceptar una cita mientras puedas! ¡Te servirá cuando busques un compañero de vida!
—Pero me parece mal salir con alguien por quien no siento nada…
—¡Ay, mi princesita ingenua! ¡A veces el amor empieza así!
—¿De verdad?
—¡Por supuesto!
Sue siguió parloteando, su voz animada llenando la habitación. La mayoría de las historias giraban en torno al romance: las vidas amorosas de los demás, sus propias experiencias y consejos que, inevitablemente, terminaban en lo mismo: que Siwelin necesitaba encontrar a alguien especial.
Mientras la escuchaba, una pequeña sonrisa se dibujó en el rostro de Siwelin.
—Creo que estoy bien como estoy —dijo en voz baja.
—¿Qué quieres decir con “bien cómo estás”? —preguntó Sue, incrédula.
—Me gusta cómo están las cosas. Soy feliz con mi vida.
Las manos suaves de Sue peinando su cabello y su inagotable cháchara le resultaban profundamente reconfortantes, casi de forma dolorosa. Siwelin sentía una paz abrumadora, como si pedir algo más fuera un acto de codicia.
Sin embargo, en ese instante, como atraída por una fuerza invisible, miró hacia el espejo.
—Pero, Sue…
—¿Sí?
—¿Siempre he tenido el cabello negro?
—¡Claro! De niña, los ancianos decían que tu cabello se parecía al cielo nocturno. ¿No te acuerdas?
El reflejo mostraba su propia imagen, su cabello oscuro brillando bajo la luz de las velas, con Sue detrás de ella, peinándolo con ternura. Era una escena tan natural. Sue lo decía con total seguridad, en tono ligero.
Y sin embargo, Siwelin no estaba segura.
—¿De veras? Pensé que decían que mi cabello se parecía a la luna en el cielo nocturno —murmuró, inclinando ligeramente la cabeza.
El malestar inexplicable de antes regresó, revoloteando dentro de ella como una sombra que se negaba a disiparse.
Pasaron varios días, días tranquilos y sin incidentes.
Siwelin pasaba su tiempo escuchando las interminables historias de Sue, discutiendo con Polman esperanzadores planes sobre posibles sobrevivientes afuera y considerando las futuras búsquedas que emprenderían.
Sir Leon seguía siendo su escolta. La única diferencia notable era el leve rubor que aparecía en sus mejillas cada vez que cruzaban miradas. Sue nunca perdía la oportunidad de darle un codazo por ello, pero los sentimientos de Siwelin permanecían inalterables.
Entonces, un día, mientras rezaba sola en el santuario, notó algo. Era un pasaje oculto que conducía hacia el subsuelo.
¿Qué… es esto?
Su corazón latía con fuerza mientras se detenía frente a él. Sabía que debía avisar a alguien y entrar acompañada de guardias, pero sus pies se movieron por sí solos, llevándola por el pasaje.
El espacio subterráneo se abrió en una cámara amplia, bordeada de incontables tumbas.
—¿Huh…?
Sus manos temblaban, su respiración se aceleraba mientras se acercaba a una de las lápidas. El nombre grabado en ella la dejó helada.
—¿Sue…?
Ahí estaba el nombre de Sue. Al verlo, el corazón de Siwelin se aceleró. ¿Por qué el nombre de Sue estaba tallado en una tumba bajo el santuario? Desesperada por respuestas, comenzó a revisar las demás lápidas.
Encontró también los nombres de Polman, Leon y Layla, la pequeña que siempre la seguía. Cada nombre pertenecía a alguien que conocía, personas que había visto con vida y salud ese mismo día.
Finalmente, llegó a la última lápida. Al ver el nombre grabado en ella, sus rodillas se doblaron y cayó al suelo.
—No… no puede ser…
El nombre era suyo: Siwelin. Sus manos temblaban violentamente mientras las juntaba, intentando no desmoronarse. Cerró los ojos, recitando una oración con todo su corazón.
Su desesperado ruego pareció llegar al cielo, y una luz descendió sobre ella. Sin embargo, no era el resplandor majestuoso e imponente de su dios. Esta luz era cálida, familiar, como el abrazo de un ser querido.
Sin proponérselo, las palabras brotaron de sus labios.
—Has venido a llevarme a casa… —murmuró.
Siwelin salió tambaleándose del santuario, sus ojos vacíos, sin vida. Afuera, todo parecía igual. La gente iba de un lado a otro, sonriendo, conversando, algunos vendiendo mercancías con entusiasmo. Otros la saludaban con afecto y reverencia.
Se quedó paralizada, contemplándolos con incredulidad.
—¡Santa!
Un pequeño tirón en su manga la devolvió al presente. Era Layla, la dulce niña que solía regalarle collares de flores. Sin pensar, Siwelin se arrodilló para mirarla a los ojos.
—Santa, quiero pedirle un favor —susurró Layla, como si contara un secreto, su inocente voz atravesando la tormenta en el corazón de Siwelin.
—¿Qué es? —preguntó ella, su voz temblando como si cada palabra le costara un mundo.
—Cuando crezca y me case, ¿usted será quien dirija mi boda?
Thump.
La inocente petición de Layla le atravesó el corazón como una daga. Su aliento se entrecortó, y la presa de emociones que había contenido se rompió. Lágrimas brotaron de sus ojos mientras abrazaba con fuerza a la niña.
—¿S-Santa?
—Por supuesto. Por supuesto que sí —respondió Siwelin, la voz quebrada—. Cuando llegue ese día, haré que sea la boda más hermosa…
La abrazaba como si soltarla fuera a destrozarla por completo. A través de sus lágrimas, comenzó a murmurar una oración, sus labios moviéndose sin pensar.
Entonces sucedió. Con un destello brillante, alas se desplegaron en su espalda: ocho pares, radiantes y divinas. Era el signo del Descenso Divino de Laoha, el Dios del Sol. A medida que las alas se extendían, Layla comenzó a disolverse en luz.
Todo y todos —el santuario, el suelo, incluso el cielo— comenzaron a brillar y desmoronarse en polvo resplandeciente.
Un mundo entero, construido de recuerdos amargos y dulces, se desvanecía a su alrededor. Un pasado fugaz e inalcanzable se deshilachaba hasta la nada.
Cuando Siwelin abrió los ojos de nuevo, el rostro de un hombre flotaba sobre ella.
—¿Siwelin?
—¿… Señor Do-Joon?
Al escuchar su nombre, la expresión tensa de Kim Do-Joon se suavizó con alivio.
Al ver su rostro, una ola de emociones amenazó con arrasarla de nuevo. Sin embargo, las contuvo. No quería que él la viera así, con el rostro empapado en lágrimas.
Con su ayuda, se puso de pie. Se sentía sorprendentemente ligera, llena de una fuerza como nunca antes.
—¡Esto es imposible! ¡¿Cómo… cómo puedes romper ese hechizo…?!
La voz enfurecida de Ushas resonó en el aire. Siwelin se volvió a mirar al Ushas encadenado. Su expresión, antes dulce y triste, se había tornado helada, desprovista de toda calidez.
Solo quedaba una determinación fría.