El regresor del monte Hua - Capítulo 402

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  4. Capítulo 402 - Mil Manos y Mil Ojos (2)
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El Señor de la Asociación del Cielo Oscuro recibía informes constantes de la División de las Siete Estrellas sobre la ubicación de Zhou Xuchuan. También había escuchado que el espadachín había sido enviado al Norte.

Aunque esperaba enfrentarse a él cara a cara, ni un solo cabello del sujeto había sido visto.

—Estrella de la Existencia Bendita, ¿qué opinas de mi juicio? —preguntó el Señor de la Asociación, con la mirada fija al frente.

—Creemos que es tal como Su Excelencia lo ha dicho.

—¿Por qué?

—No hay manera de que uno de los Seis Señores Empíreos, especialmente alguien con tanta influencia como Zhou Xuchuan, no aparezca. La mera presencia del Dios de la Espada es fuente de moral y coraje; él mismo es una orden viviente. Si desperdiciara esa ventaja y no saliera al frente, sería un completo tonto.

—¿Y si Zhou Xuchuan fuera un tonto?

El estratega de la Estrella de la Existencia Bendita no respondió de inmediato. No fue por ignorancia, sino por vacilación. Pero no tardó en decidirse.

—Perdóneme, pero este vil sirviente se atreverá a responder. Si de verdad fuera un tonto, no creo que nuestros planes hubieran sido arruinados tan fácilmente. Tampoco sería considerado nuestro verdadero enemigo.

—Exactamente, Estrella de la Existencia Bendita.

El Señor de la Asociación asintió con satisfacción.

—Si fuera tan tonto, su nombre no estaría grabado en la cima de la Lista de Matanza. Y sobre todo, no tiene sentido sacrificar a un mendigo de la Banda de los Mendigos que incluso ostentaba el título de Tío Maestro Mayor, cuando ya de por sí tenían escasa fuerza de combate, a sabiendas del resultado que les esperaba.

El Señor de la Asociación del Cielo Oscuro perseguía al Ejército del Norte Inferior.

Si hubiera querido, podía haberlos alcanzado solo. Pero no lo hizo, pues sospechaba que era una trampa. Además, como su unidad no podía mantener el ritmo, decidió tomarse su tiempo y seguirles el paso con calma.

—Esos idiotas creen que pueden frenar al Señor de nuestra Asociación con un montón de mendigos, para así ganar tiempo.

—Por el nudo que lleva, parece ser un anciano de la Banda de los Mendigos. Si alguien lo reconoce, que hable ahora.

—Se llama Sun Yishan, el Mendigo del Bastón de la Templanza.

—Es un mendigo de la Banda que no puede resistirse a la carne y al alcohol, pero que en realidad no bebe nada. Un caso curioso.

—Si quieren información sobre Sun Yishan…

—No hace falta. Ya está muerto.

Los vivos eran más importantes que los muertos.

Y más aún cuando el enemigo huía justo frente a ellos.

—¿Estrella de la Puerta Inmensa, enviaron la señal?

—Por supuesto. Sin falta.

Los soldados de la División de las Siete Estrellas mostraron sus tubos de bambú.

El humo de la señal se alzaba débilmente cerca de la entrada.

—Bien. Síganme.

El Ejército del Norte Inferior había comenzado a ascender por una loma en el borde de las llanuras, intentando dejar atrás al Señor del Cielo Oscuro.

El aire estaba impregnado del peso del sacrificio de Sun Yishan.

Sus cuerpos se sentían como algodón empapado, agotados y pesados, pero seguían avanzando, decididos a no permitir que su muerte fuera en vano. Sin embargo, poco después, un reporte detuvo su marcha.

—¡Snif, snif!

Un mendigo intentaba hablar entre lágrimas y mocos.

Había sido dejado al pie de la montaña para regresar con noticias si algo grave pasaba. Pero el problema era que había regresado demasiado pronto.

Apenas habían empezado a escalar. Debía haber vuelto al menos media hora después.

—¡Recupérate!

Shen Daoyun calmó al mendigo.

Era un hombre adulto, llorando con mocos y polvo en la cara, pero no lucía ridículo.

Había tenido que presenciar cómo caían sus hermanos sin poder hacer nada. Nadie podía juzgarlo.

—¿Vas a dejar que las muertes del Mendigo del Bastón de la Templanza y tus hermanos sean en vano?

—…¡!

El mendigo reaccionó al grito de Shen Daoyun.

Se limpió las lágrimas con su manga ensangrentada y polvorienta, y por fin logró reportar.

—¡El Tío Maestro Mayor y los demás! ¡Todos murieron!

El ambiente en el ejército se volvió tan frío como el hielo.

Los discípulos de la Banda de los Mendigos parecían a punto de explotar.

Lo sospechaban, pero escucharlo con claridad fue un golpe distinto.

¿Ya?

El rostro de Shen Daoyun palideció.

—¿Cuánto resistieron después del contacto?

—Un ke, y eso con dificultad…

—¡Ha!

Hong Jin suspiró profundamente y recitó sutras budistas.

El rostro de Ximen Erjin se deformó de rabia.

¡No!

Shen Daoyun apenas contuvo un grito.

¿Ni dos horas? ¿Ni siquiera dos ke? ¿Menos de un solo ke?

Era lo peor.

Sabían que no resistirían dos horas, pero tampoco pensaron que serían menos de dos ke.

No conocían el terreno y había muchos árboles, así que escapar no sería fácil.

Eventualmente, una vez agotadas la energía y la moral, serían alcanzados.

—¡Maldita sea!

Alguien no pudo contenerse y gruñó.

—¿Entonces fue una muerte de perro?

—¡Si hubiera sabido esto, me habría quedado a pelear con determinación!

—Sí… fue una muerte de perro.

A partir de ese primer grito, la agitación se propagó entre los aliados.

Nadie decía nada, pero la persecución continua los tenía desgastados física y mentalmente.

Y la presencia del Señor del Cielo Oscuro era una presión enorme.

Con solo escuchar que los mendigos fueron aniquilados en un instante, el miedo y la ansiedad se dispararon.

—¡No se detengan!

Shen Daoyun gritó para calmarlos.

—El Mendigo del Bastón de la Templanza y la Banda nos compraron un momento. Si nos detenemos o dudamos ahora, estaríamos pisoteando su noble sacrificio. Grábenselo.

—…

Todos guardaron silencio ante sus palabras.

—Para preservar ese ke que nos dieron, debemos…

Crujido.

—¿Quién anda ahí?

Entonces…

Una presencia se sintió entre los arbustos. Como todos estaban tensos, el ambiente se volvió gélido.

—¡Kyaaa!

Una madre y su hijo salieron espantados de los matorrales.

—P-por favor… n-nos perdonen…

A pesar de la intención asesina que flotaba, la mujer no huyó. En lugar de eso, abrazó a su pequeño como escudo.

—¿Una persona?

Ximen Erjin frunció el ceño.

No puede ser…

Shen Daoyun miró a la madre y al hijo, y tuvo un mal presentimiento.

Su mirada pasó a Hong Jin.

—Namu Amitabha. Disculpen si los asustamos.

Hong Jin se adelantó para tranquilizarlos.

—Soy el monje Hong Jin, del Templo Shaolin. No tenemos intención alguna de hacerles daño. Estén en paz.

—¿T-Templo Shaolin?

Al escuchar ese nombre, el rostro de la mujer mostró alivio.

Como secta marcial y centro del budismo en las Llanuras Centrales, Shaolin inspiraba confianza.

—¿Es momento para esto? —dijo Ximen Erjin, molesto.

—Lo siento. Solo un momento.

Hong Jin sonrió con pesar.

—Solo estamos pasando. Lamentamos haberlos asustado. Perdónennos.

—N-no es nada…

—Namu Amitabha Buddha, gracias.

Hong Jin se sentó a su nivel frente a la madre y el hijo, y los saludó.

—Por cierto, por su ropa, no parece una recolectora de hierbas. ¿Qué hacen aquí?

—M-mi hijo fue a jugar al monte y no volvía… Me preocupé…

La sonrisa de Hong Jin desapareció.

—No… —murmuró Shen Daoyun.

No eran artistas marciales. Ni siquiera hombres. No podían haber llegado tan lejos. Eso solo significaba…

No podía decirlo en voz alta.

—¿Hay una aldea cercana?

—Sí, sí. Detrás de esa colina. Está muy cerca.

Su corazón se hundió.

—¡Vamos ahora mismo! —gritó Ximen Erjin.

La madre y el hijo se encogieron, asustados.

—Esperen.

Apenas Ximen Erjin habló, Hong Jin lo detuvo.

—¿Y ahora qué?

Los ojos de Ximen brillaban con fiereza.

—Ya perdimos mucho tiempo —insistió.

—Y hay una aldea adelante —respondió Hong Jin.

—Lo sé. ¿Y qué? Solo pásala. El Señor del Cielo Oscuro solo nos quiere a nosotros.

—Aunque no soy un estratega, no soy tonto —dijo Hong Jin, poniéndose de pie—. Asumamos lo peor: no los sacudiremos. Tarde o temprano nos alcanzarán. Habrá batalla. Gane quien gane, necesitarán reabastecerse.

Shen Daoyun suspiró con pesadez.

—Si ganan, ocuparán la aldea. Si pierden o se prolonga la persecución, enviarán heridos o mensajeros. ¿Me equivoco?

—Sí te equivocas. Solo nosotros sabemos de esa aldea. Si dejamos ir a esta gente, nadie la hallará.

—Los perseguidores no solo siguen rastros. Envían exploradores. Y hay estrategas de la Estrella de la Existencia Bendita con ellos —refutó Hong Jin.

Ximen suspiró y se adelantó a agarrarlo del cuello.

—¡T-te atreves!

—¡Hermano Mayor Abad!

Los monjes de Shaolin contuvieron la respiración, furiosos.

El hombre que sostenía Ximen Erjin no era cualquiera: era el jefe del budismo.

Hong Jin miró a sus discípulos, pidiéndoles calma con la mirada.

Estamos jodidos.

Shen Daoyun lo supo en cuanto vio a la mujer y al niño.

—Escucha bien, Abad de Shaolin —gruñó Ximen Erjin—. Podrás ser el Abad de la Cumbre Más Alta, pero sigues siendo un monje. A menos que seas un Buda, no puedes salvar a todos. Esta es una situación desesperada.

—¿Qué quieres decir con desesperada?

—¿En serio me lo preguntas? ¿No ves la situación? ¡El mayor desastre del mundo, el Señor del Cielo Oscuro, viene hacia nosotros! Ya perdimos fuerza con el sacrificio de Sun Yishan, ¡y encima no tenemos Señores Empíreos como el Dios de la Espada o el Monarca de la Dominación!

No había nada que hacer. Era mala suerte.

—¿Cuánta gente habrá en esa aldea? ¿Doscientos, a lo mucho?

—¿Y estás diciendo que esos doscientos no son personas?

—Sí lo son. Personas que no tienen nada que ver con nosotros. ¡Y aunque los salvemos, no tienen poder!

Sus frentes se toparon en un feroz duelo de miradas.

—Esta guerra decidirá el destino del murim. El futuro de las facciones Justa y Maligna. ¿Y quieres arruinarlo por unos desconocidos? ¡Ridículo!

La Facción Justa y la Maligna jamás se entenderían.

Sus ideologías eran opuestas.

Por eso siempre estaban en conflicto.

—Te lo pregunto de nuevo. ¿Qué harás?

—Salvarlos. Si no quieres ayudar, Portador del Trueno, hazte a un lado.

—¡Maldita sea! ¿¡Por qué!?

Ximen Erjin miró directo a los ojos de Hong Jin.

El monje cerró los suyos por un momento.

Hermano mayor… ¿qué habrías hecho tú?

Preguntó en su interior.

Luego los abrió y respondió:

—Porque no tienen relación con nosotros.

Y continuó:

—No son parte del murim, y no puedo dejar que mueran por culpa de nuestra guerra.

Hong Jin le sujetó la muñeca.

—No hace falta tener una razón para ayudar a alguien.

—¿Quieres hacerte el héroe?

—No soy un héroe —dijo el abad.

—Solo soy un monje del Templo Shaolin.

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