El creador está en Hiatus - Capítulo 309

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  4. Capítulo 309 - #Historia Paralela: Serie Terminada pero Continuada por Razones Personales (4)
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¿Qué onda con esta niña? ¿Es humana o un zombi?

Sus pensamientos se interrumpieron de golpe.

“¡Kyaaak!”

Con un grito feroz, la niña se abalanzó sobre el hombre. Su mano, que sostenía la linterna, se tiñó de sangre.

“¡Aaaaargh!” gritó el hombre, tratando de quitársela de encima, pero ella no se movía ni un centímetro.

¡Es-un-zombi!

De pronto recordó a su esposa, quien se había convertido en uno de esos monstruos devoradores de carne, y a su hijo, de quien ella se había alimentado. Las imágenes se superpusieron con la de la niña, y un miedo incontrolable lo invadió. ¡Si lo mordía un zombi, él también se convertiría en uno! ¡Cualquier cosa menos eso!

“¡Aaaaargh!”

¡Clack clack!

Desesperado, apretó el gatillo, pero las balas ya se habían acabado hacía rato, y solo se escuchaba el sonido hueco del metal golpeando.

“¡Suéltame! ¡Te digo que me sueltes, maldita monstruo!”

Consumido por el miedo y la ira, el hombre tomó el hacha que llevaba en la cintura. El sonido sordo del filo abriéndose paso por el cráneo resonó en el aire, y la sangre salpicó su mejilla. Pero a diferencia de la sangre fría de los zombis, esta aún estaba caliente.

“¿Q-qué…?”

La realidad lo golpeó demasiado tarde, y su rostro se tornó pálido de desesperación.

La niña era humana. Había sido encerrada en el refrigerador como una medida desesperada de sus padres —quienes habían sido infectados por el virus zombi— para salvarla de ellos mismos.

¡Tzzz!

Mi visión regresó al presente.

“Zzz…”

El hombre miraba a la niña, quien dormía como un ángel. La cicatriz en su frente, cruda y horrible, asomaba entre los mechones despeinados de su cabello. Aunque había sobrevivido, le quedó esa cicatriz… y secuelas permanentes. El hombre acarició su cabello, cubriéndole la herida mientras escondía el rostro.

“Lo siento… lo siento tanto…” sollozaba, con los hombros temblando violentamente por el remordimiento.

Toc, toc.

Medio adormilado, el hombre abrió los ojos de golpe al escuchar los golpes en la puerta. Se acercó mientras otra serie de golpes resonaba. Desenredando el alambre, abrió ligeramente. En lugar del sacerdote, se encontraba un niño pecoso, varios años menor que la niña.

¿Será por haber visto el pasado del hombre con mis ojos divinos? Pude sentir su conmoción. Era la primera vez que se encontraba con otro niño humano, aparte de la niña. Después de todo, los niños fueron los primeros sacrificados en aquel mundo condenado.

“¿Quién eres?”

“Y-yo soy San Pedro.”

“No pregunté tu nombre. ¿Qué haces aquí?”

“El padre dijo que la cena está lista, y me pidió que los escoltara a usted y a nuestra nueva amiga al comedor…”

Pedro miró al hombre, y luego al hacha que sostenía. Sus ojos marrones se llenaron de temor.

“Está bien. Guíanos.”

El hombre cargó a la niña dormida en la espalda y siguió al niño, quien caminaba con pasos titubeantes.

Aparte de Pedro, había once niños más de edad similar en el comedor.

“Hoho. Qué bueno que llegaron.” Con el delantal puesto, el sacerdote les señaló sus asientos. “Por favor, siéntense aquí.”

El hombre se sentó, tratando de ocultar su incomodidad.

El sacerdote observó a los niños sentados alrededor de la mesa y dijo:

“He preparado una comida especial para celebrar la llegada de nuestros distinguidos invitados. Espero que la disfruten.”

Luego sirvió primero al hombre y a la niña. En el menú había sopa instantánea, albóndigas y galletas.

Involuntariamente, la boca del hombre se hizo agua… y la de los niños también. Todos miraban fijamente la comida servida frente a él. Después de repartir los platos al resto, el sacerdote se sentó en la cabecera de la mesa.

“Ahora, recemos al Señor por habernos dado el pan de cada día. ¿Quién hará la oración hoy?”

La emoción de los niños se desvaneció como marea bajando.

“¿Por qué están todos tan callados?”

Pedro, el niño que los había guiado, respondió tímidamente:

“Le toca a Judas, padre…”

El silencio volvió a caer.

“Hmm, ya veo. Entonces hoy la haré yo.”

El sacerdote comenzó a recitar la oración. Los niños inclinaron la cabeza, con las manos entrelazadas. El hombre y la niña mantuvieron la cabeza en alto, observando lo que hacían los demás.

Cuando terminó, el sacerdote sonrió con dulzura e instó a los niños:

“Vamos, coman.”

El suave tintinear de cucharas y tenedores llenó el aire. Sin embargo, ni el hombre ni la niña tocaron sus platos. Él observaba fijamente la comida.

“¿Qué pasa? ¿La comida no es de su agrado?” preguntó el sacerdote.

En lugar de responder, el hombre colocó la pistola sobre la mesa, con el cañón apuntando al sacerdote. Una amenaza silenciosa: no toleraría ni una sola tontería. El sacerdote tragó saliva. Ignorándolo, el hombre tomó un tenedor y empezó a masticar lentamente su comida.

Mientras tanto, los niños lanzaban miradas furtivas al hombre y a la niña. Miedo hacia el desconocido, curiosidad por la niña, y una sutil hostilidad se reflejaban en sus ojos. Cuando terminaron, salieron del comedor como una marea que se retira, como si evitaran deliberadamente a los recién llegados.

Ahora solo quedaban el sacerdote, el hombre y la niña. Mientras el sacerdote recogía los platos, el hombre le daba de comer sopa a la pequeña.

“¿Le gustaría un café?” preguntó el sacerdote.

“No, gracias.”

“¿Qué tal un té negro?”

“Qué extravagancia. ¿Acaso tienen suficiente agua?”

Sonriendo, el sacerdote abrió la llave del fregadero, y brotó agua limpia. “Es agua subterránea, extraída desde miles de metros. Es tan pura que se puede beber sin hervir.”

“Un lugar maravilloso para vivir.”

“Así es. Con niños tan angelicales como ellos, esto es como un paraíso terrenal.”

“¿Eres el único adulto aquí?”

“Por desgracia, sí. Pero creo que conocerlo fue una señal del Señor, y espero que me ayude a sentar una base firme para estos niños.”

El hombre miró al sacerdote, y luego a la cruz que colgaba de su cuello.

“¿Puedo preguntarte algo?”

“Claro, lo que sea.”

“¿Quién es el niño llamado Judas?”

Las puntas de los dedos del sacerdote temblaron apenas.

“Era uno de los niños aquí, pero desobedeció las instrucciones y salió el otro día… terminó sufriendo un accidente. Fue trágico…” El sacerdote hizo la señal de la cruz, con los ojos llenos de lágrimas.

El hombre lo observó fijamente. Su mirada era tan salvaje como la de un animal, pero tan profunda como el lecho de un río sin fondo.

El hombre se puso de pie. “Nos iremos cuando la lluvia se detenga.”

Y mientras hablaba, apretó con fuerza la cadena que colgaba del cuello de la niña.

La lluvia persistente finalmente cesó una semana después. El hombre y la niña cenaban por última vez en el comedor. Planeaban partir al amanecer.

¿Está enfermo? Me pregunté.

A diferencia de antes, el hombre lucía pálido. Apenas probaba su comida con el tenedor, como si no tuviera apetito.

“¿Está rica la comida?”

La niña asintió. Ya no se sentaba junto al hombre, sino con el niño pecoso, Pedro. Él recibía miradas de envidia del resto. Aunque seguían temiéndole al hombre, ya le habían tomado cariño a la niña.

Asintió de nuevo.

La mirada vacía del hombre atravesó a la pequeña.

Ha crecido tan bonita, pensó.

En contraste, la niña, limpia y bien bañada gracias al abundante suministro de agua, parecía un ángel. Hacía que el mundo se sintiera un poco menos como la pesadilla apocalíptica en la que se había convertido. Tras la cena, los niños salieron corriendo como una marea. La niña siguió a Pedro y a otro niño, de la mano.

Solo con el hombre, el sacerdote sorbió su café y preguntó:

“¿De verdad se marcharán mañana?”

“Sí.”

“Parece que la enfermedad en tu mente es más profunda de lo que imaginé.” El sacerdote suspiró e hizo otra señal de la cruz.

“Este no es un lugar para mí. Tengo algo que hacer.”

“En ese caso, no lo detendré. Pero… tengo un favor que pedir. ¿Podría dejar a la niña con nosotros?”

El hombre guardó silencio.

“El mundo allá afuera es demasiado brutal para una niña. Tú has sobrevivido hasta ahora por pura suerte. Eventualmente, morirás —ya sea de hambre o devorado por los zombis. Aquí las cosas son diferentes. Tenemos comida y agua que durarán décadas. Y tenemos las enseñanzas del Señor. Te lo suplico, por favor, déjanos cuidar de ella.” El sacerdote se inclinó profundamente.

Ignorando la súplica, el hombre se levantó y se fue.

El sacerdote gritó tras él:

“¡En esta era desesperada, los niños son nuestra esperanza para un nuevo mundo! ¡Tenemos la obligación de protegerlos!”

El hombre volvió a su habitación para prepararse. Por otro lado, la niña regresó horas después de la cena, acompañada por Pedro. Llevaba un pequeño listón rojo en el cabello.

El hombre preguntó a Pedro:

“¿Quién le dio ese listón?”

Pedro se sonrojó ligeramente. “Yo se lo hice. A Eva pareció gustarle mucho, no soltaba mi mano.”

“¿Eva? ¿Quién es Eva?”

Pedro señaló a la niña. “Así la llamamos. ¿Tiene otro nombre?”

“…No.”

Para el hombre, ella siempre fue simplemente “la niña.” Después de todo, ¿qué derecho tenía él de nombrar a una niña cuyos padres había matado?

Pedro lo miró de reojo.

“Entonces… ¿puedo seguir llamándola Eva?”

“Sí.”

Pedro sonrió con alegría y besó con suavidad la mejilla de la niña.

“Buenas noches, Eva. Juguemos otra vez mañana.”

Luego se fue, cerrando la puerta tras de sí. Él y los demás niños no sabían que su nueva amiga se marcharía al día siguiente.

Con su mochila ya empacada, el hombre se arrodilló ante la niña, mirándola a los ojos.

“¿Te gusta este lugar?”

La niña asintió.

“¿Te gusta Pedro?”

Asintió otra vez.

Le hizo un par de preguntas triviales más, como si la comida le gustaba, si quería lavarse los dientes antes de dormir. La niña no respondió a lo del baño —su manera de decir que no.

Por último, le preguntó:

“¿Todavía… quieres matarme?”

Sus miradas se cruzaron brevemente. Ella asintió.

Una sonrisa llena de autodesprecio apareció en su rostro.

Al amanecer, el hombre salió arrastrándose por la alcantarilla. Batalló un poco para sacar la mochila, atiborrada de comida del refugio. A diferencia de cuando llegó, esta vez estaba solo. La niña —o más bien, Eva— seguía dormida en el refugio antiaéreo. Había decidido dejarla atrás por su bien.

Probablemente se arrepentiría. Después de todo, las noches sin Eva —quien hacía las veces de perro guardián— serían mucho más largas y peligrosas. Además, se toparía con zombis con mayor frecuencia.

Aun así, ¿por qué lucía más aliviado, como si al fin se hubiera quitado un gran peso de encima?

Lo seguí en silencio, observándolo partir.

“Haa… haa…”

Su respiración era agitada, ya fuera por el peso de la mochila llena o simplemente por falta de costumbre.

¿Quién sabe cuánto caminó? Finalmente, llegó a una colina a las afueras de la ciudad, donde el entorno se iluminaba inesperadamente. Miró al este, donde el sol se alzaba. Una enorme cruz resplandecía, envuelta en la luz del amanecer. Era una iglesia, y la gran campana en su torre captó su atención.

“¿Era eso?”

La campana milagrosa que lo salvó a él y a la niña del enjambre de zombis aquel día. Tocando suavemente la bala colgando de su cuello, el hombre se dirigió hacia la torre. A pesar de haber perdido la fe tiempo atrás, quizá quería ver con sus propios ojos el lugar del milagro.

Lo seguí.

Tal vez hubiera algo digno de anotar.

Después de todo, aún necesitaba realizar un milagro para completar mi misión de resurrección. Sin embargo, en lugar de un milagro, solo encontramos una realidad espantosa.

“¿Q-qué es esto?” La voz del hombre temblaba.

Lo que ocurrió ese día no fue un milagro. La campana estaba cubierta con pequeñas huellas sangrientas. Abajo yacía el cadáver de un niño, tan destrozado que era irreconocible tras ser devorado por los zombis. Incluso sin el ojo divino, podía saber qué horrores se habían desatado ahí.

El sacerdote había mencionado, una semana antes, que el niño llamado Judas había sufrido un trágico accidente.

“¡Maldita sea!”

Corrimos de vuelta al refugio, ese lugar que llamaban Edén.

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